Esta vez, el maestro pintor rememora sus días ochenteros en la Gran Manzana. “Empezaba mis días de trabajo dibujando como quien despierta el animal, se acerca al abismo y mira”. Esta es la nueva columna de Ramiro Llona en -Vocablo.
Dibujo los cuadros cuando están terminados o en proceso. No son un boceto para la pintura, más bien el cuadro es el motivo del dibujo. Es cómo sentarse a copiar a un pintor que te interesa y aprender de su oficio, entender cómo lo hizo, desarmar para mirar
mejor, entender la composición, la manera, la luz, el color. Entonces volver a mirar.
En la Escuela, el dibujo del natural era parte central de la enseñanza. Conversábamos con Meritxell —los dos hemos ido a la misma Escuela— acordándonos de las clases de dibujo de una frase que nos repetían con insistencia y que lo era todo: la expresión de la línea. Cómo la línea describía la forma, generaba la luz, oscuridad y daba volumen.
Mi madre me recordaba siempre que Picasso decía que había que hacer un dibujo cada día. No sé si lo leyó o se lo inventó, pero yo le creí, como le creí todo lo que me dijo.
Durante años, sobre todo en NY, empezaba mis días dibujando. Dibujaba en blocks de dibujo, en los diarios —que sigo escribiendo— o en papeles especiales de todas las texturas y tamaños. Empezaba así mis días de trabajo, como quien despierta el animal, se acerca al abismo y mira. Después de unos minutos, a veces horas, estaba listo para entrarle a la pintura.
El dibujo siempre fue un universo aparte, paralelo a la pintura, es un modo de empezar el día de trabajo. A veces, después dibujar y pintar por horas, algo se organizaba en mí, quizás algunos hallazgos en la pintura, se me reordenaba el caos interno al final de la jornada. Con calma, como en un ritual, limpiaba las brochas y cerraba con cuidado, sin hacer ruido, la gruesa puerta de metal que tenía el taller, para que no se escape nada.
Me gustaba trabajar hasta muy tarde, entonces regresaba después de la medianoche caminando por una Quinta Avenida solitaria escuchando en el walkman a Celia Cruz a todo volumen, dando unos pasitos de salsa, media vuelta y vuelta entera, en un desborde de alegría, sintiéndome ser yo al máximo, también a todo volumen. Algún transeúnte desubicado se apartaba con temor de mi camino.
Según el presupuesto, la cena era un falafel en la calle 8 Saint Marks o un tazón de borsch en el Kiev. Si era fin de semana, algún bar en el Lower East Side.
Al día siguiente se empezaba de nuevo frente a la hoja en blanco. Así todos los días. NdR: Ramiro Llona vivió en la Gran manzana buena parte de los años 80 y las imágenes corresponden a ese período. El primer dibujo, La ceremonia final ( el sacrificio), corresponde al 7 de julio de 1983 y el segundo, en b/n, al 11 de agosto de 1983.
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