Pensaba que, de pronto, el espacio en el que estoy trabajando hace más de ocho años (bastidores de 284 x 470 cm, van quince pinturas, todas del mismo tamaño) es el motivo al que regreso con urgencia, del mismo modo que la Montaña de Santa Victoria era el motivo de Cezanne; hizo 87 pinturas de ella.
Porque la montaña, o pintar la montaña, era finalmente una manera de ocupar el espacio de la tela. La montaña en sí no era el tema, como tampoco lo eran las manzanas, ni las telas diseñadas, ni los objetos que colocaba sobre ellas en precario equilibrio y que pintaba en las naturalezas muertas.
Lo que la pintura hace es informar una superficie (donde no había nada antes de la intervención del pintor) de una realidad que se explica a sí misma como el poema ocupa la página o una suite para cello de Bach ocupa el silencio. No explican ni relatan nada. Son una realidad alterna, paralela, de enorme contenido. Está en uno, el espectador, lector, oyente, ser parte de esa realidad.
E. A. Westphalen me decía, me parece citando a Moro, que había que contemplar la obra de arte hasta perderse en ella. Es decir, hacerse uno con ella.
Lo vi suceder varias veces, en el taller de Nueva York o en el de Lima. Emilio Adolfo en silencio, y con una quietud totémica, miraba las pinturas que le iba poniendo al frente, sin decir palabra. Me gusta imaginar que una casi imperceptible variación en su silencio me indicaba que debía de mover el cuadro y poner el siguiente.
Las primeras veces me sentí confundido e intimidado por tan extraña actitud; por lo general las personas se sienten obligadas a opinar. Poco a poco me fui acostumbrando a la presencia y el silencio de este hombre que se fusionaba con la tela en el acto de mirar.
Recuerdo la primera vez que lo llevé a mi taller en Nueva York, sería el año 1986. Westphalen tenía 75 años, la edad que tengo ahora yo. El taller era pequeño, un cubo de 5 metros por lado, no muy bien iluminado. Una a una le fui mostrando las últimas pinturas que había trabajado. No dijo nada. Al terminar me preguntó por algún buen restaurante en la zona, le encantaba comer bien. Después hicimos una larga caminata por ‘su Nueva York’. Él había vivido años en la ciudad.
De noche me fui a dormir totalmente informado, habitado, por la experiencia de caminar al lado de Westphalen por la ciudad mientras, con pocas palabras, me contaba donde había vivido con su mujer, por dónde le gustaba pasear, dónde compraba su ropa. Emilio Adolfo era en todo sentido una persona muy elegante.
Había algo en su manera de estar que llenaba de contenido el instante. Qué privilegio, pensé, participar de la experiencia de este ser humano enorme.
Claro que de pronto no le había interesado mi trabajo, no había dicho nada…
A la mañana siguiente, temprano, sonó el teléfono. Era Emilio Adolfo preguntándome con mucha delicadeza —era un ser extremadamente gentil— si podríamos volver al taller. Quería ver de nuevo las pinturas.
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