Se busca una República
- Ramón Mujica Pinilla
- 1 jul
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Actualizado: 2 jul
Con humor corrosivo e inteligencia visual, Gonzalo García Callegari retrata los mitos, símbolos y contradicciones de nuestra historia política, mostrando que la República peruana sigue siendo una promesa fracturada y en busca de sí misma.
Escribe Ramón Mujica Pinilla

Desde el año 2009, Gonzalo García Callegari viene trabajando con sólido y creativo empeño una vertiente pictórica —única en nuestro medio— que él ha denominado “Peruanismos”. Traslada así al ámbito iconográfico un filón cultural marginal que suele restringirse al ámbito lingüístico. En su Diccionario de Peruanismos (Londres, 1860), Juan de Arona define el término “peruanismo” como aquellas voces o hablas españolas derivadas del quechua, corrompidas del castellano o inventadas por los criollos, que aluden a objetos o costumbres republicanas tan comunes entre los peruanos que ya tienen palabras propias que no forman parte del Diccionario de la Real Academia Española. Un “peruanismo” —alegaba Arona— era un modismo verbal de nuestro pueblo hispanohablante que había dejado de ser "provincia o colonia" de España. Por ese mismo motivo, en sus Papeletas lexicográficas (1895), Ricardo Palma se quejaba de que, pese a sus reiterados esfuerzos por incorporar “peruanismos” en el Diccionario de la lengua castellana, estos eran rechazados por los lingüistas peninsulares, y era como si le dijeran: “Señores americanos, el Diccionario no es para ustedes. El Diccionario es un cordón sanitario entre España y América. No queremos contagio americano. Y tiene razón la Real Academia. Cada cual en su casa y Dios con todos”.

Los “peruanismos” de García Callegari también recogen los “usos y costumbres” de la política nacional peruana, pero con un vocabulario visual jocoserio que interpela al imaginario nacionalista peruano. Sus cuadros funcionan como argumentos narrativos. A medio camino entre la caricatura política y los relatos gráficos del cómic, García Callegari explora las profundas fisuras que impiden realizar el ideario libertario de la gesta emancipadora. La permanente confrontación politizada entre los poderes del Estado tiene debilitada a la democracia y ha interrumpido la modernización de un país multiétnico con latencias culturales prehispánicas y virreinales.
“Se busca una República” parafrasea el título del libro canónico de Alberto Flores Galindo Buscando un inca. Así como la figura del inca mesiánico sirvió en el pasado para encender proyectos utópicos andinos de diverso calibre, las utopías republicanas no han resultado menos quiméricas. “Yo quiero creer”, confiesa García Callegari al reproducir el primer Escudo de Armas de la República (1821) con su lema “renació el sol del Perú”. Pero el artista pinta las efigies trastocadas de sus gobernantes republicanos sobre mapas viejos y descoloridos. La geografía peruana es un territorio simbólico poblado de personajes híbridos. Son cromos de colores, tarjetas coleccionables para niños, donde los héroes de la Patria alternan y se confunden con los superhéroes animados del cartoon. Seis políticos con bandas presidenciales sobre el pecho bailan encima del lema “somos libres, seámoslo siempre”. En el aire flota un gigantesco escudo nacional que ha sido abaleado y sangra profusamente por sus orificios. Los símbolos patrios están heridos, debilitados y han dejado de significar sus valores eternos. La violencia y la corrupción atrofian el devenir de la República y las letras solemnes del Himno Nacional —dentro de su partitura musical— también se desangran.
Esta desmitificación de los emblemas patrios es un señalamiento —una crítica mordaz— del artista que denuncia este atropello, visibiliza este agravio y lo pone en evidencia como un desgarro simbólico —casi irreparable— de la conciencia nacional. La República llega a nosotros con tantos adjetivos, contradicciones, “golpes militares” y condicionamientos sociales que su ideario original ya no es reconocible por todos o, lo que es peor, en la práctica se presenta y auto-consume como una negación de sí misma.

García Callegari define al Perú como la “historia de un (des)amor”. Pero su pintura demuestra que es mucho más que eso. Inserta su dedo punzante en la llaga abierta de nuestra memoria republicana cuando muestra al virrey Manuel de Amat y Junyent como un presidente electo del Perú. Sostiene la bandera nacional en una mano pero ostenta sobre la cabeza una mascapaycha o corona imperial inca. A sus pies pulula la diminuta figura ecuestre de Bolívar y muestra a los soldados resguardando el territorio nacional, significado por el mapa que los contiene. No es una parodia. Su mensaje subliminal es turbador. Los gobernantes del Perú republicano siguen pensándose a sí mismos como incas o virreyes. La Independencia no cambió la mentalidad ni muchas costumbres preexistentes. Peor aún, desde entonces la política nacional es un “juego de ajedrez” imaginario donde las fichas siguen siendo “incas y conquistadores”, “ñustas y reinas europeas”, “caballos y camélidos andinos”, todos colocados unos frente a otros sobre un tablero de cuadrados rojos y amarillos simulando la bandera española.
A más de doscientos años de la precaria emancipación, Atahualpa y Pizarro siguen siendo las fichas fantasmales de un combate ideológico usado para falsear la historia del Perú y manipular a la opinión pública. Con ello los locales culpan al peninsular de su subdesarrollo, del hambre y la violencia social americana, evitando que se repare en su propia miseria e incompetencia o en la precariedad de sus libretos doctrinales arcaizantes. Luego, el demagogo que se enfrenta a la herencia imperial española resulta siendo un vulgar dictador disfrazado de patriota.

Otros cuadros de García Callegari apuntan a lo mismo: el caballo de Bolívar es un juguete infantil inofensivo. Alrededor de Pezet, Pardo, De la Fuente y Bolívar bailan miembros de sus gabinetes o partidos políticos, pero llevan a la cintura vistosos salvavidas o visten los trajes a rayas blanquinegros del criminal convicto. En su Cuatro presidentes de lujo, cada político porta la testa que delata la naturaleza de su gobierno. Uno lleva la máscara de un demonio puneño salido de la Diablada. Otro encarna la cabeza telúrica de una deidad pétrea prehispánica Chavín. Un tercero oculta su rostro bajo el pasamontañas del terrorista y el cuarto, sencillamente, tiene la cabeza de un asno.
García Callegari aquí es el heredero espiritual del fotógrafo norteamericano Villroy L. Richardson, el primero en el Perú —ya en el siglo XIX— en elaborar caricaturas políticas con fotomontajes que hibridizaban los retratos de los gobernantes del Perú —o de sus ministros— con los cuerpos y cabezas de animales. Por representar al presidente Echenique con cabeza de burro, Richardson fue encarcelado en 1871. García Callegari, sin embargo, tiene otra inquietud agobiante. Sugiere que la República está indefensa ante el asedio de relatos y espejismos populistas y amenazantes ideologías totalitarias. Una escena bizarra difundida por la prensa nacional hace algunos años aparece ahora como un “peruanismo” político: un gabinete ministerial realiza rutinas físicas de calistenia en el Patio de Honor de Palacio de Gobierno mientras se aproximan nubes negras que anuncian el futuro sombrío de una nueva Edad de Piedra.
El imaginario jocoserio de García Callegari dialoga con los peruanismos lingüísticos en boga. La voz pituco alude a un miembro presumido e insensible de la “clase alta”, el huachafo es aquel que utiliza su cursilería para blanquearse y ostentar un “estatus” social que no tiene, el caviar es un político cínico de izquierda, socialmente acomodado; el coimero, el mermelero y el choro son todos personajes enquistados en la administración pública e inclinados al “cambio de favores”, al soborno y al robo. García Callegari utiliza la fotografía iluminada para “democratizar” el género pictórico del retrato, exclusivo hasta el siglo XIX de una aristocracia pudiente. Sus retratos intervenidos evocan un sistema virreinal borbónico de castas raciales soterrado y vigente. A un grupo de ciudadanos “indios, mestizos y criollos” —categorías raciales inventadas durante el virreinato— les coloca antifaces y etiquetas porque nadie es quien dice ser y todos pretenden ser otro. Entre los fotografiados figura el “indio ignorante”, el que tiene de “inga y de mandinga”, el que “mejorará la raza”, entre otros. También incluye un conjunto de retratos de soldados uniformados, pictóricamente intervenidos, para identificarlos como “huacos retratos”, “terrucos” o “amazónicos emplumados”, aunque siendo republicanos todos nacieron en “cuna de oro” pese a tener sus divisas étnicas o distintivos profesionales. “Cholo soy y no me compadezcas” reza la leyenda que acompaña a un tradicional varayoc andino. En este mundo de apariencias sociales y de identidades ficticias barrocas y “neo-coloniales”, la imagen publicitaria y racista de la negra Ña Pancha —utilizada para vender un detergente de ropa blanca “único por su blancura blanquísima”— se superpone a la figura fantasmal de Ramón Castilla, libertador del esclavo afroperuano en 1854.

En síntesis, las pinturas de García Callegari le toman el pulso a nuestra república premoderna y nos advierten que en la “comunidad imaginada” de nuestra Nación no existen brechas que separen su pasado histórico del presente, pues la ruptura y el cambio al futuro solo se dará como una súbita iluminación interior dentro de nuestra propia conciencia.
Centro Cultural Inca Garcilaso:
Dirección: Jr. Ucayali 391, Lima
Horario de visita: De martes a viernes de 10:00 a.m. a 8:00 p.m.; sábados, domingos y feriados de 10:00 a.m. a 6:00 p.m.
Ingreso: Libre
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