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Foto del escritorCzar Gutierrez

Sonia Cunliffe: el rastro de la luz en Cuba

Actualizado: 26 nov

La artista peruana reverdece, en la 15 Bienal de La Habana, los viejos tiempos del cine ambulante revitalizando un viejo camión. De Camagüey a La Habana, esta es una crónica que acompaña la travesía.

Escribe: Czar Gutiérrez




1: Camagüey, ese incendio púrpura:

 

Cuando el sol se desploma sobre la llanura y el cielo caribe se incendia de púrpura, el pueblo se electrocuta. Un eco de voces mambisas, rebeldes e indómitas resuenan entre los tinajones. La artista peruana ha llegado a esa ciudad de rejas adornadas que se extienden como venas. Dicen que la ha traído algo más que el sabor pulsátil del ajiaco camagüeyano, verdadero banquete de la tierra. Algo más que esa danza de sabores donde se mezclan la ropavieja, el casabe y el maíz pelao.

Atardece en Camagüey y, bajo esa primera estrella que asoma como un faro, la ciudad se entrega al murmullo de sus calles. Notas de una guajira nostálgica salen de los muros de las casas. El dulce olor a turrón de maní Roselló, el refrescante sorbo de la piñita Pijuan, el calor de todos los días. Las puertas de las casas se abren despacio, en gesto reverente, mientras el manto púrpura se hace dorado y cubre el rostro de la ciudad antigua: Santa María del Puerto del Príncipe, fundada en 1514 por colonos españoles. Camagüey, para los amigos.

 

En este crepúsculo interminable, la tierra natal del insigne poeta Nicolás Guillén —Motivos del son, Poemas mulatos, Sóngoro cosongo, Son eterno, El gran zoo— sigue siendo la estación favorita para contar relatos de antaño. Y hasta esta ciudad, bulliciosa y majestuosa, bajo el cielo inyectado de azúcar de la tarde cubana, ha llegado la artista peruana Sonia Cunliffe: desciende de un taxi y se aproxima a un camión, antiguo tótem de tiempos pasados. Un añejo motorizado que, en sus manos, se dispone a resucitar algo más profundo que la nostalgia: un sueño que llega a la vida.  



2: La gran ola: de ausencia en ausencia.

 

“Madres cubanas, ¡no dejen que les quiten a sus hijos! El gobierno revolucionario se los quitará cuando cumplan cinco años y los retendrá hasta que tengan 18”, era la propaganda radial que los Estados Unidos propalaban en los hogares de la isla apenas Castro tomó el poder. En el plan original estaba que, pocos meses después, se reunirían con sus padres. En la realidad, muchos nunca se juntaron con ellos, jamás los volvieron a ver, otros demoraron largos años para reencontrarse con una familia que ya no conocían.


La tragedia ocurrió entre el 26 de diciembre de 1960 y el 23 de octubre de 1962: en una maniobra coordinada por los servicios secretos de EE.UU., la Iglesia Católica y los cubanos en el exilio, más de 14 mil niños fueron llevados de La Habana en aviones de Pan Am rumbo a Miami argumentando que el gobierno comunista de Castro los secuestraría, primero, para esclavizarlos después. Así, todos esos menores serían transportados hasta “la tierra de nunca jamás” (Neverland), en un procedimiento que posteriormente los haría conocidos como los Peter Pans.

 

El doloroso asunto ya fue recreado artísticamente en octubre del 2023 por Sonia Cunliffe junto al artista cubano Nelson Ramirez de Arellano (1969), del colectivo Liudmila & Nelson, en instalación, video y multimedia (Galería Now). La gran ola del caribeño medía 4 metros de largo, 126 cm de altura por 466 cm de ancho. En realidad, eran tres grandes rizos generados por el viento que, al soplar, creaba fuerzas de presión, de fricción. Y avanzaba sobre el espectador cargando los rostros de los inmigrantes legales e ilegales que cruzaron los 150 km que separan la costa cubana con el extremo norte de Key West, Miami.

 

Se trataba de una danza sosegada con tres crestas de espuma, que se alzaban tanto para reversionar el famoso cuadro de Katsushika Hokusai como para contar la historia de quienes partieron sobre esas aguas. Allí, en cada ola que se rompe, quedaba el eco profundo de quienes no alcanzaron la otra orilla. Porque Cuba, la mayor de las Antillas, siempre enhebró su historia sobre esas aguas del mar Caribe: desde los discursos del legendario líder, cuya voz sigue resonando como el más encrespado de los oleajes, hasta los dolientes ejércitos de improvisados balseros lanzándose al océano con la remota esperanza de desembarcar en la imposible playa del frente.

Lo cierto es que sobre esas mismas olas ocurrió el éxodo silencioso de 14 mil niños arrancados de sus hogares a quienes Cunliffe homenajea con su instalación multimedia Operación Peter Pan. De ausencia en ausencia, montaje psicodélico que mezcla imágenes de la propaganda anticomunista La manzana perdida con la cinta original de Peter Pan. Y que ahora vuelve a exhibir a bordo de una reliquia motorizada que su único dueño y conductor atesora en Lugareño, poblado de Camagüey hasta donde ha llegado la artista peruana para homenajear al conductor del célebre cine-camión.


3: Un lugar llamado Lugareño:

 

Está a una hora de Camagüey, allí la vida transcurre con el murmullo de sus callejones serpenteantes y sus casas de paredes descascaradas. En este pueblo de sombras alargadas y amores silentes hay una suerte de arca que lleva en sus entrañas algo más que polvo y óxido: es el viejo camión ZIL-130, modelo soviético diseñado y desarrollado por la empresa Zavod ímeni Lijachova —Завод имени Лихачёва— en su fábrica de Lijachov durante la Guerra Fría. Es el último motorizado que llevó el cine móvil a los confines de la isla y que su maquinista conserva como un espectro de épocas perdidas.


Alberto Sedeño (84), proyeccionista y chofer, comenzó a recorrer la isla y a proyectar películas desde que tenía 22 años. Y cuando Sonia Cunliffe lo descubre, comienza un intercambio de afectos, asombros y complicidades que terminarían dando forma definitiva a esta obra. Así, ha pasado medio siglo y el cine itinerante regresa a la isla. Esa magia que una vez sacudió aldeas y parajes olvidados reverdece sus laureles. Los laureles de una estirpe de apasionados por el cine, apóstoles del asombro transportando hacia lugares ignotos sus hilos de plata.

 

En la Italia rural, forjada en su belleza áspera y sus silencios, Giuseppe Ferri deambuló de aldea en aldea en la década de 1920 alzando su proyector y esparciendo haces de luz. En los años treinta, el “cine ambulante” se extendió por América Latina llevando el celuloide a lugares como Oaxaca y a pequeños pueblos en las pampas argentinas. Durante la Guerra Civil Española, heroicas Misiones Pedagógicas recorrieron con proyectores portátiles las comunidades rurales desgarradas por el conflicto. Transportaban algo más que entretenimiento: ofrecían consuelo, recordaban la existencia de mundos más allá de la guerra, generaban risas y lágrimas compartidas sobre pueblos atrapados en los vientos cruzados de la guerra. Cada proyección era una comunión bajo las estrellas, una oportunidad para que almas distintas se reunieran, sentadas lado a lado, arropadas por la luz del cine.


Después de la Segunda Guerra Mundial, llegó otra ola, esta vez liderada por los cines móviles de las Naciones Unidas, que recorrieron pueblos devastados en Europa y campos silentes en Asia. Desde aquellos proyectores cargados por antiguos combatientes de la resistencia en Francia hasta los rebeldes cubanos en los años sesenta, el viaje continuó. Llevaron salud y alfabetización a aldeas remotas de África y enseñando solidaridad en los pueblos rurales de la India. Pero siempre regresaban a su propósito original: contar historias, ofrecer esa comunión delicada, recordar a la humanidad sus anhelos y sueños compartidos.

 

Los aldeanos de Camagüey tocaron la magia cuando las pantallas eran la única luz de las plazas vacías: bajo ese cielo comunista, la iniciativa Cine Móvil de Fidel llevó los ideales revolucionarios a su pueblo. Héroes luz y sombra como Alberto Sedeño recorrieron los caminos con proyectores que murmuraban suavemente en la parte trasera de sus viejas caravanas tambaleantes. Jamás pisaron una alfombra roja ni persiguieron una estatuilla, solo transportaban humildemente un sueño. O varios. 



La peruana Sonia Cunliffe ha llegado hasta Lugareño y, con ella, revive este extraño conjuro de luces y sombras: desde cada resquicio del viejo armatoste soviético se proyecta un milagro inminente. Mientras la noche cae en Camagüey y el camión es un proyector bajo las estrellas, los habitantes se arremolinan en torno a la pantalla atraídos por una fuerza inexplicable. Las imágenes de unos dibujos animados y del documental “Por primera vez” (1967) del realizador Octavio Cortázar, que cuenta precisamente los primeros tiempos del cine móvil en la isla. 



4: La Habana a cielo abierto:

 

Al día siguiente, después de la proyección-homenaje a Sedeño en Lugareño, el paquidérmico motorizado enfila su proa hacia La Habana pues se ha convertido en una de las mayores atracciones de su 15 Bienal de Arte: allí se transporta una historia de ausencias. De huellas desdibujadas. En las entrañas de este vehículo vive el recuerdo de aquellos padres cubanos que, bajo el temblor del miedo, mandaron a sus hijos lejos creyendo que los salvaban de un destino sombrío: eso es Operación Peter Pan - De ausencia en ausencia, un nombre que, como los viejos cuentos de ultramar, se pronuncia con susurros.



Para la Bienal habanera, la artista peruana ha transformado el armatoste en un cine ambulante. Los que asisten a las proyecciones deberán subir en silencio y abrir los ojos como quien mira un prodigio oscuro que no desea desentrañar del todo. Hay quien dice que esa luz viene a exorcizar el pasado, a traer de vuelta a los hijos que cruzaron el mar sin retorno como el eco de una memoria que jamás tendrá sosiego. Mientras el primer fotograma ilumina los rostros, un hombre culto de los que abundan en Cuba dirá que el cine, como señalaba Fellini, es “un modo divino de contar la vida”. 



La pantalla, entonces, cuenta la historia de aquellos niños que partieron sin saber si regresarían, esos rostros infantiles que una vez dijeron adiós en la madrugada sin comprender por qué lloraban sus padres. Y la comunidad entera observa, inmóvil, como si en la luz parpadeante se entrelazaran recuerdos propios: el cine ambulante revive algo perdido, algo que no es solo el pasado sino la estela de la esperanza truncada, como una flor que quedó enterrada bajo el pavimento.

En cada imagen proyectada, Sonia recoge los suspiros, las miradas opacas y las preguntas que nadie responde. Esas caras surcadas por el tiempo pareciera que quieren hablar, decir lo que siempre callaron. Pero el resplandor del proyector se adelanta y en su blanca luz todos se vuelven fantasmas, figuras de una historia que se repite y nunca se revela del todo. Los ancianos, apretados en silencio, entrelazan sus manos como rezando, mientras los niños se estremecen con los ojos bien abiertos. Sonia observa a la audiencia, sabe que lo que proyecta no es solo una película.


El camión es conducido con mano firme por diferentes choferes, pues Sedeño ya está muy viejito, y frena frente al Museo de Bellas Artes. Hace diferentes paradas en el Barrio Chino. En la Habana Vieja. En el embarcadero de Casablanca. Donde ocurre algún acontecimiento de la Bienal, ahí está el camión con su luz cenital. Y así como hizo con Los niños de Chernobyl, en esta su nueva travesía cubana Sonia Cunliffe es una especie de médium que recoge cada fragmento de vida, cada rostro, cada historia sepultada en el polvo.


Hasta que todo se transforma simultáneamente en un oráculo y en un arma cargada de futuro: un recordatorio de que los olvidos no tienen que ser colectivos. Que bajo el hechizo de la pantalla luminosa, las ausencias se hacen tangibles, la memoria se hace carne y las sombras, al fin, encuentran un rincón donde bailar, tal vez solo por un instante, antes de que el documental termine y la imagen se desvanezca.


Cosa que resulta parcialmente cierta, porque la instalación será parte del 45 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano a realizarse del 5 al 15 de diciembre en la capital cubana. Será, otra vez, el atractivo “vintage” del evento: una muestra de ecología tecnológica inversa en tiempos de multipantallas. Mientras tanto, la artífice de este milagro sabe que lo que acaba de proyectar no es solo una película. Es una cicatriz compartida que exige su espacio en la memoria colectiva. Y eso no es dejar solo recuerdos: es imprimir un legado indeleble a cielo abierto.


Más información: https://sonia-cunliffe.com/

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