Nuestro columnista está en La Serenissima y desde allí nos envía esta postal, mezcla de crónica familiar cubierta de recuerdos pasados, vivencias actuales y esa pátina de nostalgia y asombro que significa caminar por la ciudad que ama.
Escribe: Ramiro Llona
Venecia, 5to día. Debo de haber estado en Venecia unas veinte veces y no termino de descubrirla. La primera, de mochilero, fue en el año 1977. Venía haciendo un largo viaje que duró un año y me llevó hasta Luxor, al templo de las 64 columnas y al Valle de los Reyes. Venecia era una parada obligada para mí en este primer viaje, entre otras cosas por una pintura de Tiziano, La asunción de la Virgen, que me fascinaba.
Llegué emocionado y lleno de expectativas a la ciudad. No había hecho reservas, era un mochilero aventurero, y me pasé horas bajo el sol inclemente del verano tratando de encontrar un hotel. Así como yo, venían un par de estudiantes americanas. En esta búsqueda habíamos coincidido un par de veces en la recepción de algún hotel donde, ya cansados, escuchábamos por enésima vez la negativa del encargado. No había un solo cuarto disponible en toda Venecia. Después de casi un día caminado, nos volvimos a encontrar en una recepción donde nos dijeron que había una habitación para tres. Nos miramos y, un poco a la suerte sin conocernos, decidimos tomarla. Fueron días muy simpáticos y nos hicimos muy amigos.
He llegado por tren, manejando y en vaporetto. Siempre recuerdo la expresión y el asombro de mi hijo Cristóbal, tendría 7 años cuando saliendo de la estación del tren se encontró de pronto con la ciudad donde el agua rodeaba las construcciones. Yo le había hablado mucho de Venecia, pero nada te prepara para esa primera impresión.
Hemos venido a Venecia con Meritxell cinco veces en once años. La primera fue en nuestra “luna de miel”, en el 2011. Nos quedamos en un hotel pequeñito, La Calcina, célebre —entre otras cosas— porque John Ruskin la convirtió en su morada en la primavera de 1877. Allí escribió una de las páginas más memorables acerca de Venecia y la leyenda dice que la redescubre para los viajeros europeos del Siglo XIX. Tiene un magnífico restaurante en el primer piso. Ese fue el inicio de una serie de visitas a la que, creo, es nuestra ciudad preferida.
Hace muchos años, casi treinta, me quedé en el hotel La Fenice donde, regalos que te hace la vida, me encontraba con Marcello Mastroianni en el ascensor todas las mañanas al bajar a tomar desayuno. Siempre estaba fumando y vestía un suéter de cashmere celeste. Estábamos en el mismo piso del hotel y alguna vez vi salir a una señorita “fellinesca”, muy apretada y maquillada a pesar que era aún de día, de una habitación en nuestro piso. Me gusta pensar que venía de visitar a Mastroiani. Un conserje, que parecía haber estado toda su vida en el hotel, me dijo orgulloso “qui soggiornava anche il signor Fellini” (el señor Fellini también se hospedaba aquí).
Muchos años después regresé con Meritxell y mis tres hijos, Sofía no había nacido aún. Fue una desilusión, habían cambiado a los dueños y con ellos se habían ido la magia y los maravillosos sillones de cuero donde todas las mañanas, al costado de Mastroiani, leía los periódicos esperando que nos trajeran el desayuno.
Con mis hijos más chicos, Ramiro y Sofía, hemos venido tres veces. Los hemos visto correr, comer pizzas y helados, reírse y jugar a perseguirse en las plazas y, si era verano, empaparse en los surtidores de agua públicos en la ciudad. Hemos comprado pizzas familiares y las hemos comido sentados en una banca bajo un árbol buscando la sombra, e investigado dónde quedaba “la mejor heladería en Venecia” para terminar el almuerzo. De muy niños los hemos cargado, a ellos y sus coches, cruzando algunos de los 400 puentes que hay en la ciudad. Ayer caminábamos por el puente que lleva a La Academia y vimos, esta vez nosotros “liberados”, a otras familias haciendo la travesía con niños y coches a cuestas.
En las noches, la última parada es en algún supermercado, o puesto de frutas y verduras, para comprar lo necesario para cocinar. Generalmente es pasta. Creo que me hice cocinero en Italia. Anoche, después de disfrutar una pasta con salsa a la boloñesa que había salido realmente bien, le decía a Meritxell que “hablaba muy bien de mi autoestima”. Sucede que todo es bueno: la pasta es perfecta, el parmesano reggiano es intenso y la albahaca perfumada. Los tomates pelados de San Marzano me encantan.
Salimos de casa todos los días a caminar por la ciudad, visitamos museos y vemos exposiciones. Es verano y los días son largos. Cada día que pasa nos acostamos más tarde. Estamos de vacaciones. Anoche precisamente conversaba con Meritxell acerca de nuestros primeros dos días acá, hablábamos de la cantidad, calidad y densidad de la información visual que teníamos en tan poco tiempo. Le decía: ¿sabes qué es Venecia? Es como estar en un museo contemplando una pintura que te conmueve, donde el tiempo se detiene y lo vivido te engrandece, te hace mejor ser humano. Pero no es un cuadro, es una ciudad. Una ciudad donde la experiencia estética y el asombro no cesa, es permanente.
PD: Tenía una amiga en Nueva York que me acompañaba con frecuencia a los museos. Íbamos al MET a ver pintura italiana de los siglos XIV y XV. Se paraba conmigo frente a las pinturas y, en silencio, mirábamos. Un día me hizo una pregunta, que sospecho tenía guardada desde que comenzamos nuestros paseos a los museos: “Dime, y tú nunca te cansas de ver vírgenes y ángeles?” La miré sorprendido y honestamente le contesté: ¿qué vírgenes, qué ángeles? Definitivamente uno mira otra cosa o de otra manera.
La idea es que la ciudad es el arte, por donde vayas, todo el tiempo. Doce siglos en los que se ha acumulado la historia y la estética de los venecianos. Como un sedimento permanente que deja la vida. Interesante por qué todas esas islas, en las cuales se fue construyendo la ciudad, tienen millones de maderas clavadas en el cieno para soportar las estructuras. Venecia se construyó en lo que los ríos dejaban en su encuentro con el mar.
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