El pintor —que discurre sobre una vertiente clásica pero también onírica, con sus óleos, telas de lino, sueños y azar— nos habla sobre el deleite y el desconcierto que intenta despertar en el espectador. Su más reciente muestra, La comunión de los reinos, destila humor y capricho estético.
Escribe Mateo Cabrera
Siempre he pensado que el arte no necesita respaldo conceptual para hacer gala de su virtud. El arte atesora la magia del universo, nos acerca a ella. Y todo esto en virtud de su capacidad de asombrarnos. De ese privilegio de dejarnos sin palabras. No quiero que mi pintura sea entendida como se entienden los conceptos, las teorías o las proclamas y manifiestos.
Creo en el arte como herramienta mística, capaz de ubicarnos en un momento de dicha contemplativa. Creo en el asombro que nos despierta una obra de arte —como si fuéramos niños— para hacernos volver al presente, conectando así con el gozo que emana de nuestra esencia divina.
Aunque mi pintura puede ser entendida como un relato, aspirar a un significado simbólico y, desde ahí, desplegarse en múltiples lecturas, su interpretación más auténtica y complaciente siempre será aquella primera: el intento de dejar al observador sin palabras, enfrentado a su propio silencio, que es el misterio mismo de la vida.
Lo que digo es sencillo: creo en el arte que nos impresiona, que nos deleita, que nos desconcierta, que nos mueve profundamente.
Por lo demás, planteo algunas ideas sobre mi última muestra titulada La comunión de los reinos:
Cada pintura esconde un relato de múltiples interpretaciones abiertas. Con humor y recursos poéticos voy dejando pistas de hacia dónde quiero orientar la imaginación del espectador. Pero trato, al mismo tiempo, de sostenerlo en las arenas movedizas de la incertidumbre.
Hay muchas referencias a la historia de la pintura, una mezcla de imágenes disociadas, tiempo y espacio manipulados a mi antojo para crear imágenes eclécticas y situaciones imposibles. La presencia protagónica de la naturaleza y sus reinos dominan las escenas y coexisten con lo humano en paradigmas desconcertantes.
La libertad expresiva representativa en mi obra no me permite esconder el hecho de que pinto principalmente desde el capricho estético, y que —tal y como en los sueños— a veces logro un significado profundo, arquetípico. Y otras veces, solo una combinación de imágenes azarosas, a duras penas traducibles en algo coherente.
Mi técnica es la del oleo sobre tela de lino. La misma que ha acompañado durante siglos la evolución de la historia de la pintura. Como artista, soy más un mago. Aquel que con pigmentos sacados de la tierra —y ayudado por herramientas hechas con pelos de animal— logra plasmarlos de modo tal que, como por arte de magia, surjan nuevas realidades. Definitivamente, mi interés no está en la política, porque significaría desatender los poderes más esenciales de la naturaleza.
Al fin y al cabo, la realidad es también un acto de magia.
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