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  • Foto del escritorIsrael Tolentino

La historia, mi espejo


Pasado y presente, arte y ciencia se conectan armoniosamente en Diálogo diferido: itinerarios de viaje. La celebrada exposición del artista peruano Antonio García culmina su travesía en Milán, Italia, adonde trasladó su visión contemporánea del prodigioso legado de Antonio Raimondi

Escribe: Israel Tolentino




 

Antonio García Castillo (Lima, 1969) es un artista visual multidisciplinario con afinidad por lo amazónico, cuyos coqueteos con la Yacumama le han dado otras posibilidades de fructificar su expresión visual con técnicas ancestrales. Más allá de su ciudad panza de burro, saborea el verde de la clorofila, halla los tintes naturales y se adentra en otros campos de vigor. Pero transitar de Lima a la selva sin atravesar por los Andes es imposible, y se entrega a ese paso ineludible por el macizo andino: del Rímac al Ucayali y de este al Mosna y Huacheqsa, los linderos de Chavín, el complejo arqueológico arquetípico en la civilización andina.




Subiendo de Lima a Cusco, cierta noche estrellada de la pampa de Nasca, recordaba a su profesora de secundaria hablando sobre el naturalista Antonio Raimondi, y diciéndose él para sí: es mi tocayo. En esos años no vinculaba su vida con los Andes, menos con el arte y ni remotamente con Raimondi. Los sueños parecen persistentes. Antonio ‘Toño’ García desempolvó una madrugada el rincón de sus bolsillos y memorias y descubrió inusitadas historias: los Andes, el arte y su par italiano, igual de explorador.


Aquel otro Antonio estira las manos y toma el pocillo de café humeante, está caliente, le quema y bruscamente apoya sus codos sobre la mediana mesa cubierta con un improvisado mantel tejido en telar. El cuenco, debido al movimiento, derrama algo de café. Pasa la mano como queriendo evitar que el líquido negro manche el mantel y en la acción se asombra por la solidez de la mesa, sobre todo por su frialdad. Le parece anormal el material. Como quien curiosea, toca los bordes y encuentra un espesor inusitado, percibe una especie de laberinto hecho de relieves en aquella parte encubierta.



Ante sus curiosas preguntas, la familia que lo tiene por convidado, le cuenta que su mesa es una sola pieza de piedra encontrada muy cerca, en un lugar donde están enterrados muchos otros restos antiguos. El invitado es el investigador Antonio Raimondi (1824-1890) y esa piedra que hacía las veces de tabla es un artefacto representativo de la cultura Chavín (1500 a. C.) bautizado posteriormente como Estela de Raimondi. Corrían los años maduros del siglo XIX.


2024. Camina sonriendo mientras dibuja en el espejo de la boutique las caritas de sus hijos dándole besos, despidiendo a papá que deja el Cusco para volar al encuentro de su tocayo en Milán. Le espera una íntima exposición, armada en cuatro años de encierros en su taller incaico, con idas y vueltas a Lima atravesando Challhuanca, Puquio, Nasca. Y ahora, ve su rostro junto al de sus hijos en una vitrina de la galería de Vittorio Emanuele II, entre el Duomo y La Scala de Milán.





La Embajada de Perú en Italia ha llevado a ese país toda su obra exhibida recientemente con el título de Diálogo diferido: itinerarios de viaje. Antonio Raimondi y Antonio García en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores. Como todo viaje, Toño ha partido apertrechado de obras —pinturas, acuarelas, cartografías, tejidos— hasta en la sombra.

Hechas en serigrafía, tres estelas de Raimondi de grandes dimensiones restablecen a la vista de muchos los relieves escondidos en la mesa de aquella familia convidando un pocillo de café al sabio Raimondi. Toño, con su simpática elegancia, ha logrado darle a la monstruosa divinidad, el dios de los báculos, un grado de asequible luminosidad, ello no mengua su significado: lo renueva y acerca a un público que tranquilamente podría confundir esos íconos con ensoñaciones del artista luego de haber bebido San Pedro o wachuma.


En otro lado de la sala, el Lanzón monolítico y la Puya de Raimondi (Titanka), realizados con tinte negro sobre una tela teñida de nogal, se actualizan de tal manera que, en el recinto donde se encuentran, piedra y planta son la imagen sintética de dos íconos: la primera personifica a la deidad receptora de un sin número de ofrendas de corazones latiendo y la segunda expresa a esta planta que tarda cien años en mostrarnos su floración. Muerte y vida, vida y muerte, según el lado donde se ubique.


Seguir la ruta visual de su tocayo el científico Raimondi ha llevado al peruano García a recorrer medio planeta, para devolverle la visita en Italia más de un siglo después y, sobre todo, evidenciar aquello que parecía secreto para los ojos: un conjunto de imágenes que vinculan dos tiempos y devuelven al espectador —en la sala de arte del Consulado General del Perú en Milán— el misterio subvertido en cada imagen histórica de Antonio y Toño sobre Chavín de Huántar.

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