Babel: Ruido y Silencio
- María Emilia Miró Quesada
- 24 jun
- 3 Min. de lectura
La pintura de Rodrigo Tafur explora el pulso emocional del paisaje urbano desde una abstracción sensible. En Babel: Ruido y Silencio, el artista convierte la saturación de la ciudad en contemplación visual, color, ritmo y gesto mínimo.
Por María Emilia Miró Quesada

Poética de luces, reflexión matérica, sensibilidad cromática y construcción espacial: estos no son solo ejes compositivos en la obra de Rodrigo Tafur (Arequipa, 1990), sino pulsaciones esenciales de una búsqueda visual profundamente emocional. Su pintura —meditativa, anímica y decididamente contemporánea— se sitúa en un territorio intermedio entre la observación del mundo externo y la exploración de un universo interior. En ella, la superficie pictórica se convierte en un campo de resonancia donde conviven la alquimia del color, el silencio de la forma y la vibración de la materia.
Instalado en Nueva York desde hace algunos años, Tafur absorbe con atención el ruido constante de una ciudad que funciona como símbolo del tiempo actual: la urbe-mundo, donde lo plural coexiste en un vértigo permanente. Pero lejos de representarla desde una mirada documental o figurativa, el artista la traduce en un lenguaje pictórico abstracto. En su pintura no encontramos rascacielos, semáforos ni tránsito; encontramos huellas, acumulaciones, vestigios de un ritmo vital que condensa siglos de historia, ansiedad colectiva y sueños que se consumen y se regeneran en el asfalto.

Nueva York aparece entonces como una nueva Babel: ya no como la torre que pretendía alcanzar el cielo, sino como un sistema complejo, fragmentario y polifónico del presente. Si la narrativa bíblica de Babel hablaba del castigo de la multiplicidad, hoy esa multiplicidad es constitutiva. En ese paisaje urbano saturado de signos, Tafur busca el mínimo común denominador: el punto. Esa unidad originaria que, en su repetición o dispersión, estructura el lenguaje visual del artista.
Su pintura se inscribe en una genealogía múltiple que conjuga referentes tan diversos como el romanticismo alemán, el impresionismo atmosférico, las vanguardias históricas, el minimalismo postpictórico y el expresionismo abstracto. Pero en lugar de limitarse a citar o emular, Tafur reinventa. Su obra es una práctica de reencantamiento del acto pictórico. En ella, el gesto de pintar es un ejercicio físico y una forma de meditación. Pintar es una manera de estar en el mundo.
Las obras recientes de Tafur surgen de la observación de los elementos más inadvertidos de la ciudad: un techo desgastado, un piso cuarteado, la textura erosionada de una escalera pública. Estos fragmentos del espacio urbano son llevados a la tela mediante una operación de abstracción que, lejos de neutralizar su carga afectiva, la amplifica. El pigmento —en capas, puntos, manchas, veladuras— deviene cartografía emocional. Cada obra se convierte en una suerte de contenedor de sensaciones, donde el color vibra como una resonancia del tránsito humano.

En esa búsqueda, la pintura se convierte en una experiencia de sentido. Tafur no propone narrativas cerradas ni imágenes explícitas: propone atmósferas. Su práctica es profundamente óptica, pero también sonora: hay algo de musical en la disposición de los puntos, en el ritmo visual que se establece entre los planos. Como si la pintura pudiera oírse. Como si cada superficie fuera una partitura.
Babel. Ruido y silencio, título que articula esta etapa de su producción, es también una clave de lectura para su trabajo. El “ruido” de la ciudad, del capital, de la aceleración global es filtrado, desacelerado y convertido en “silencio”: en contemplación, en pintura. Tafur no pinta el caos, sino lo que permanece una vez que ese caos ha sido tamizado por la mirada. El resultado es una obra profundamente íntima, a pesar de nacer de lo colectivo; profundamente universal, a pesar de partir de lo cotidiano.

En ese tránsito, el artista plantea una poética de la abstracción que no renuncia a lo humano. Su obra no es solo formalismo ni escapismo estético: es, sobre todo, un intento genuino por reconectar con la sensibilidad. Una pintura que no teme al placer de ver ni al goce de sentir. Que entiende que lo mínimo —un punto, un color, un gesto— puede contener lo máximo.
Inauguración: Sábado 21 de junio
Lugar: Ginsberg + Tzu
Dirección: Santa Cruz 1068, Miraflores, Lima
Curador: Daniel Bernedo
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