Polanco: el incendio de la forma
- Czar Gutierrez
- 24 jun
- 5 Min. de lectura
El ICPNA de Miraflores exhibe Pinturas: dos décadas de color y memoria (2004-2024). Además de la extensa exégesis para el libro-homenaje de inminente publicación, el firmante ensaya esta versión críptica y necesariamente inédita.
Escribe: Czar Gutiérrez

Il faut brûler la peinture pour qu’elle parle
Artaud
En su pintura la materia deviene enigma, carne sin taxonomía, rito sin mito y signo sin paternidad. Cuando el óleo parasita la superficie, la tela se lesiona. Ocurre que es un fragmento de cuerpo alucinado que resiste ser leído porque en su seno toda lectura colapsa bajo el peso de la profanación. Además, se trata de una pintura que no se deja reducir por la mirada porque la hiere.
Y ese gesto, que ha sido desactivado por la gramática occidental —desde Alberti hasta Greenberg— en nuestro artista se restituye como acto primigenio. Y pintar es más que un vómito escópico, más un acto de construcción. Es un residuo de las formas ya imposibles.
Y si lo barroco era la edad de la forma en movimiento —Wölfflin mediante—, aquí estamos ante su reencarnación sin alma: el barroco post-apocalíptico, exangüe y tropical, devorado por la necropolítica y luego excretado en color. Porque Polanco no deviene ni hereda ni construye. Polanco descompone.

Si Danto decretaba que el arte contemporáneo era el reino del “cualquier cosa” en el marco de su relato teleológico, en Polanco ya no hay siquiera “cosa”. Una proliferación entópica que recuerda a los linfomas pictóricos de Dubuffet, pero pasados por el alambique místico de la iconografía colonial.
-Liturgia mutilada-
Un Cristo ayacuchano con el rostro de un dealer, una Virgen de Chapi con útero lacerado, una República de gallinazos y techos desfondados. Herejía más que metáfora. Y es que su obra ya no se deja insertar en los vectores de la historia del arte porque está compuesta de las ruinas del arte mismo, del colapso de sus sistemas semánticos, de sus órdenes curatoriales, de sus parámetros formales.
Si el expresionismo alemán vomitaba la angustia de la carne urbana y el muralismo mexicano convertía el cuerpo en potencia revolucionaria, Polanco invierte la lógica: el cuerpo deja de ser sujeto para devenir escombro, bestiario de la historia amputada, epifanía de una nación sin centro.

Su pintura se instala allí donde Kiefer erige los escombros de la memoria alemana y donde Didi-Huberman reconoce la imposibilidad de la imagen sin herida: en el umbral de lo que no se puede mostrar y sin embargo arde. Como Francis Bacon, que buscaba la figura en la zona de grito anterior al lenguaje, Polanco la busca en el vómito posterior a toda narrativa. Y si aquel buscaba “el nervio del realismo” mediante la distorsión carnal, Polanco exhibe el colapso del sujeto mestizo: una risa deforme que no es parodia sino desgarradura.
Así las cosas, ha terminado desactivando la genealogía. Y generando esta especie de antropofagia dionisíaca donde, más que escuela, hay posesión. Si Oswald de Andrade devoraba a la modernidad para transfigurarla en identidad, Polanco devora a Sabogal, a Quispe Tito, a Kokoschka, a Baselitz, a Siqueiros. A los ídolos populares. A las latas de conservas oxidadas de La Parada. Todo convive, sí, pero en estado de fiebre. Como escribía Aby Warburg: “no hay evolución, hay migración”.
Pero Polanco no migra, infecta. No cita, contamina. Como un exvoto barnizado con semen y hollín, todo en su pintura es un campo simbólico radioactivo. Y, como ya observara Jacques Rancière, la política de la estética ocurre allí donde las jerarquías perceptivas se invierten. Es decir, se dinamitan. El gesto pictórico no se encamina hacia la representación de la identidad sino hacia la demolición del mito. Sabogal, sí, fue un armonizador. Polanco es un dinamitero.

Donde el primero buscó la forma indígena como signo armónico de una nación en formación, el segundo muestra el fracaso de esa forma, su estado de gangrena. No hay indio, hay sombra. Hay máscara con dientes de perro. Hay cuerpo violado por el capital y el catecismo. De la pacha mama solo queda la psicosis.
Y aún más: si Sarduy veía en el barroco americano una respuesta a la herida colonial mediante el exceso f-ormal, Polanco lleva ese exceso hasta el delirio lisérgico. Ya no para transfigurar el dolor, para instalarlo como paisaje. Porque ya no hay otra forma. Como afirmaba Hal Foster, el arte contemporáneo no busca la belleza sino el trauma: el arte ya no representa, re-traumatiza. Y Polanco lo entiende porque pinta desde después del Apocalipsis, después del neoliberalismo, después de la utopía, después de la representación. Donde ya no hay consuelo, ardor. Arder.

El cuerpo —territorio mayor del conflicto, diría Judith Butler— aparece aquí como zona de guerra. Rostros abiertos como vísceras votivas, falos tumefactos, torsiones imposibles. El cuerpo, lejos de ser sujeto u objeto, es médium. Cadáver de la nación, escultura herida. Como en Marlene Dumas o Ana Mendieta, el cuerpo es el lugar donde la historia escribe con sangre. Pero Polanco va más lejos: lo exhibe como reliquia mestiza, como residuo glorioso. La pintura como liturgia mutilada.
-Fragmentos de una catástrofe-
Lima se descompone. La ciudad es el inconsciente sucio de su propia modernidad. Sus muros, en Polanco, son soporte y tumba. La calle es lengua rota. Su topografía es la del delirio. Como en la ciudad imaginada por Artaud o la pesadilla de Ballard, Lima es un enjambre sensorial, un campo semiótico en implosión. Carteles, grafitis, mototaxis, vírgenes, maricones, santos, policías, dealers, gallinazos. Todo simultáneo. Todo simultáneamente verdadero y podrido.

Y sin redención. La Virgen no nos cubre con su manto. Abre las piernas. Cristo no perdona. Escupe. Los héroes no mueren por la patria. Se masturban en el retrato. No hay símbolo fijo. Todo es residuo en combustión. Todo arde. Como en la imagen dialéctica de Benjamin, el pasado irrumpe mismo fragmento catastrófico. Polanco no representa el Perú, lo abre. Lo sutura con clavos. Lo masturba con óleo. Lo amamanta con sangre.
La pintura —esa que ha sido declarada muerta tantas veces por los heraldos del conceptualismo— aquí se niega a morir. Porque la pintura en Polanco impone sentido. Ya no pregunta. Grita. Y lo hace como quien lanza los residuos de una implosión a la fachada del templo. Como quien danza sobre los escombros. Como quien reescribe la historia del arte no con citas sino con cuchillos.

Nada se salva. Y eso es lo sublime. Porque la belleza, como decía Bataille, no está en el equilibrio sino en la herida. En el espanto. En la risa obscena de un dios muerto. Polanco, pues, exorciza. Enloquece. Incendia. Y en ese gesto sacrílego el arte se arrastra entre vómito y milagro. Entre gallinazos y vírgenes violadas.
Entre risas carnales y lamentos de perro, he allí al ignífugo del símbolo, a la fístula del barroco. Polanco incendia. Porque la imagen es siempre el lugar de una herida.
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