Sara Flores. De otros mundos: el kené como canto de memoria y partitura de futuro
- Leyla Aboudayeh

- 8 sept
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 11 sept
A sus 75 años, la maestra shipibo-konibo Sara Flores representará al Perú en la Bienal de Venecia 2026 con la muestra “Sara Flores. De otros mundos”, en sintonía con En tonalidades menores, la propuesta curatorial póstuma de Koyo Kouoh.
Por Leyla Aboudayeh

Más adelante, al casarse, su suegro —un meraya— le regaló a Sara Flores una corona de kené. Era un don de imaginación visionaria, una corona espiritual que solo se ve en ceremonias de ayahuasca. Ese gesto, que ella misma recuerda con nitidez, marcó su destino como artista y reafirmó una vocación que había comenzado años antes, mirando a su madre pintar y descubriendo en el cielo del mosquitero los patrones del kené.
En la 61ª Bienal de Arte de Venecia, esa trayectoria se inserta en el marco de En tonalidades menores, la propuesta curatorial póstuma de Koyo Kouoh. Allí, la curadora camerunesa plantea un arte que no se mide por su grandilocuencia ni por la estridencia del espectáculo, sino por su capacidad de sostener lo íntimo, lo colectivo y lo frágil. Es una invitación a escuchar lo que se teje en voz baja: melodías menores, islas de memoria, universos íntimos que resisten al desgaste del tiempo y al ruido del presente.
Hoy, a los 75 años, la maestra shipibo-konibo representará al Perú con la muestra “Sara Flores. De otros mundos”. Desde esa raíz, su kené se despliega como memoria encarnada, resistencia cultural y partitura de futuro. A continuación, compartimos su voz en una conversación que ilumina tanto su trayectoria como su visión de lo que significa llevar el arte shipibo-konibo al escenario de Venecia.
¿Cómo aprendiste los diseños kené y qué recuerdos guardas de esos inicios?
Aprendí el kené de niña, de mi madre, Virginia Valera Sanansino, una talentosísima pintora ella también. Ella tenía una enfermedad rara en la mano. Por eso, casi no quería enseñarme porque pensaba que su problema era causado por la envidia de otros, por pintar tan bien. Así que tuve que aprender mirándola nada más, hasta que ella murió, cuando yo todavía era muchacha.
Después, un día, al despertarme en la cama, miré hacia arriba y tuve una visión: los diseños kené se iban formando en el cielo del mosquitero. Allí me di cuenta de que estos patrones están en nuestra mente, en nuestra sangre.
Más adelante, al casarme, mi suegro —que era meraya— me regaló una corona de kené. Esa corona llega con el don de la imaginación visionaria. Es una corona espiritual que solo se ve en las ceremonias de ayahuasca, pero aun así otros chamanes intentaron robármela.
La envidia ha sido y sigue siendo un problema muy desagradable. Por eso, no me sorprenden las críticas que llegaron recientemente con mi selección como artista para representar al Perú en la Bienal de Venecia. Es envidia y malicia, nada más. Pero no me afecta mucho, porque con 75 años y una vida dedicada al arte, sé quién soy, y cuando pinto no lo hago “para hacer no más”: lo hago con amor y con cuidado y siempre con colores naturales: cortezas, barro, frutos, y raíces.
Con mi trabajo sigo poniéndome al servicio de mi pueblo. Intento abrir caminos para otras artistas de las nuevas generaciones, proponer un sueño de unidad como nación indígena y aspirar a un futuro sin divisionismos, como única forma de resistir a los ataques contra nuestro territorio y nuestras formas de vivir.

¿Cómo fue para ti llevar tu trabajo desde la comunidad hasta galerías y museos de otros países?
Fue una experiencia transformadora, una verdadera aventura. Cuando me invitaron a viajar las primeras veces, siempre dije: “sí, claro, quiero conocer”, sin saber lo que iba a encontrar. Después de muchas horas de vuelo llegué a ciudades grandes y modernas. Al inicio fue difícil imaginar que lo que hacía junto a mis hijas en nuestra casa pudiera estar colgado en espacios hermosos en lugares tan lejanos, y que allá hubiera gente extranjera que apreciaba y valoraba nuestro trabajo, cuando en el Perú a nadie le importaba. En nuestro país, la experiencia indígena sigue estando marcada por la discriminación, y la estigmatización.
Ahora, cada vez que veo mis telas expuestas en una galería o en un museo, siento que no viajo sola: viaja mi pueblo, mis padres, viajan nuestras costumbres y nuestros bosques. Es un orgullo, pero también una gran responsabilidad, porque como tita del pueblo shipibo-konibo debo hablar de dónde venimos y de lo que está en riesgo en nuestra tierra. Y la verdad es que nunca me ha gustado mucho hablar en público.

Tus hijas participan contigo en el arte. ¿Qué significa para ti trabajar junto a ellas?
Es una gran alegría. El kené no es solo un diseño, es un camino de vida, y verlo continuar en mis hijas me da fuerza. Estas líneas nos conectan de una generación a otra: madres, hijas y nietas. En mi familia pasamos el día pintando y conversando juntas. Somos todas interconectadas.

¿Has sentido apoyo en el Perú para mostrar tu obra, o fue más desde fuera que te abrieron las puertas?
La verdad es que en mi propio país no siempre hubo interés. El reconocimiento vino primero desde afuera. La exposición que acaba de cerrar en el MALI ocurrió después de todos los logros trabajando a través de los años al extranjero porque, junto a mi equipo, lo buscamos con mucha fuerza, para abrir un debate necesario al que también contribuye esta entrevista. La selección como artista para el Pabellón del Perú en la Bienal de Venecia es un gran orgullo, como también es la demostración de que nuestros esfuerzos han tenido efecto. Ojalá que después de mí, otros artistas indígenas reciban el respeto que les corresponde en este país. Y ojalá que este cambio pueda extenderse más allá del espacio del arte, hasta las calles y también hasta el Congreso.
Algunas personas dicen que tu arte cambió en los últimos años. ¿Tú cómo ves tu trabajo ahora en comparación con antes?
El kené es nuestra costumbre, pero no necesariamente una tradición fija. Existen patrones y diseños que nos definen como shipibos, nuestro kené, pero la aspiración de un buen artista es siempre llegar a nuevos diseños. Solamente un patrón novedoso e inédito es interesante.
Entendiendo este marco, no tiene que sorprender que con el avanzar de la práctica, y con la intensificación de los pedidos de nuevos trabajos, el medio mismo siga evolucionando a través de nuestras manos. En tiempos de los antepasados, quienes vivían río abajo dibujaban diseños rectos, o punté kené. En cambio, la gente río arriba hacía diseños curvos, maya kené, o sea la línea que avanza dando vueltas y vueltas. Nosotros hemos aprendido kené de diferentes lugares. Es la historia de nuestras familias, formadas por la unión entre shipibo y konibo. Esa es también nuestra historia del arte contemporáneo. Además, en mi taller hemos combinado los estilos de diferentes maneras. Los hemos hecho grandes y pequeños. Hemos introducido nuevos estilos, como el pei kené o diseño de hoja. ¿Cuántos diseños más van a existir? Esa es la belleza del kené: no tiene un límite.

En una exposición mostraste una bandera para el pueblo shipibo. ¿Qué querías expresar con ella?
La bandera peruana nació de un sueño. Nosotros, los shipibo, también tenemos un sueño: que se reconozca nuestro derecho a decidir sobre nuestro territorio y nuestro futuro. Con esa bandera quise expresar que nuestro pueblo existe como nación, con su propio arte, su propia visión del mundo y con valores éticos de vida en reciprocidad y en armonía con la naturaleza.
El arte, y la lucha tienen que avanzar por el mismo camino. La bandera es una aspiración, pero también un símbolo de unión y de resistencia cultural. Es una invitación a dejar de lado los intereses personales, las envidias y el divisionismo, y a acercarnos unos a otros para construir un futuro más equitativo y sostenible.
¿Qué deseas dejar como enseñanza a quienes vienen después?
Espero que mis hijas, mis nietas y nuestros jóvenes en general puedan reconocer el valor de nuestros antiguos conocimientos. Deseo que se den cuenta de que una identidad fuerte como la nuestra no tiene por qué temer al cambio.
Así como el kené, los shipibo-konibo contemporáneos tenemos que aprender a reinventarnos para el futuro sin dejar atrás los valores éticos de nuestros ancestros, manteniendo siempre el respeto hacia la vida que nos rodea y hacia el medioambiente.

Como escribió Koyo Kouoh, “al rechazar el espectáculo del horror, ha llegado el momento de escuchar las tonalidades menores, de sintonizar en voz baja con los susurros, con las frecuencias más bajas; de encontrar los oasis, las islas, donde se salvaguarda la dignidad de todos los seres vivos”. La historia de Sara Flores es una de esas tonalidades: no necesita traducciones ni mediaciones, sino ser contada desde su propia voz. “Sara Flores. De otros mundos” nos recuerda que escuchar la narrativa de una artista shipibo-konibo en sus propios términos es también una forma de reconexión con el rol del arte en la sociedad: lo emocional, lo sensorial, lo afectivo, lo subjetivo. Allí reside su fuerza y su vigencia.




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