Sindicato de lo sensible
- Leyla Aboudayeh

- 29 jul
- 10 Min. de lectura
Desde el duelo, la enfermedad y el deseo, Pierina Másquez Limo imagina un sindicato de cuerpos sensibles. Su obra articula goce, dolor y resistencia, convocando desde el arte una política íntima que transforma lo invisible en potencia colectiva.
Por Leyla Aboudayeh

¿Qué implicó para ti volver a la pintura después del duelo por tu padre y los diagnósticos sobre tu cuerpo? ¿Cómo se transformó tu relación con el arte a partir de esa experiencia íntima y física?
Volver a la pintura fue una forma de recuperar el cuerpo, pero también de observarlo desde adentro. Sentí la necesidad urgente de crear desde lo físico, desde lo que el lenguaje no alcanzaba a nombrar. La pintura se convirtió en un espacio para alojar esa transformación: un lugar donde el dolor y el deseo podían coexistir.
Mi relación con el color también cambió profundamente. Empecé a trabajar con una paleta mucho más saturada, vibrante, en parte por las imágenes médicas que miré durante años —los interiores de mis padres y los míos— y en parte por mi práctica docente. Enseñar teoría del color me llevó a redescubrir su capacidad para narrar desde la emoción, desde el afecto. Los rojos, naranjas y ocres cobraron una energía vital, como si en ellos pudiera afirmarse algo que se resiste a desaparecer.
También fue clave el cambio de escala. Trabajar en gran formato me permitió pensar la pintura como una extensión de mi cuerpo. El gesto se volvió más amplio, más físico, y eso exigió de mí una fuerza distinta. Ya no era solo un trabajo visual o intelectual, sino una experiencia corporal total. Pintar así me ayudó a habitar una nueva forma de presencia.
Y si bien podría decirse que esta experiencia transformó mi relación con el arte, en realidad lo que hizo fue reafirmarla. Reafirmó mi decisión de narrar en primera persona, desde mis espacios afectivos, desde lo íntimo y lo situado. Me recordó que el arte no es un refugio escapista, sino un lugar donde puedo pensar el mundo desde mi historia, mi cuerpo, mi deseo, y también desde la memoria de quienes me han sostenido.

Tu padre fue un líder sindical. ¿Cómo ha influido su legado político y afectivo en tu manera de pensar el arte y la colectividad?
Mi padre fue dirigente sindical durante muchos años en la fábrica donde trabajó. Desde niña vi cómo se discutía el valor del trabajo, el compañerismo, la defensa de lo justo. Pero también fui testigo del afecto que circulaba ahí, de cómo ese espacio supuestamente duro y masculino estaba atravesado por una ternura que rara vez se nombra. Una ternura que tenía que ver con el cuidado entre compañeros, con la preocupación por la vida del otro.
Esa experiencia marcó mi manera de entender la colectividad: no como algo abstracto, sino como una práctica cotidiana y profundamente afectiva. Con su muerte, y también con el proceso de reconocer la imposibilidad física de gestar, comencé a pensar el futuro desde otro lugar. Empecé a preguntarme: ¿Qué otras formas de organización pueden existir más allá del trabajo? ¿Qué cuerpos quedan fuera de los relatos sindicales tradicionales? ¿Cómo se organizan los afectos, los deseos o los duelos?
Así nació la idea del Sindicato de mujeres invisibles, una organización ficticia que no parte del trabajo asalariado, sino de otras experiencias que muchas veces permanecen silenciadas: el derecho a no ser madre, el deseo que no encaja, la necesidad de descanso o de ternura. Tomé del mundo de mi padre la idea de que es posible organizarse para resistir.
En esta serie representas tu cuerpo como un paisaje líquido y vaporoso. ¿Qué te llevó a esa transformación visual y simbólica?
Durante mucho tiempo, mi cuerpo fue observado desde afuera, bajo la mirada del diagnóstico médico: exámenes, imágenes clínicas, palabras frías que lo volvían objeto. Esta serie nace como una forma de recuperar el cuerpo desde adentro, no desde lo que hay que corregir, sino desde lo que se siente, lo que vibra, lo que pulsa.
Las pinturas están hechas sobre tocuyo, una tela rústica y porosa que absorbe de forma impredecible. Usé tintas, pigmentos y ocres que no podía controlar del todo. Esa pérdida de control me interesaba profundamente: el trazo se deshacía, se expandía, se volvía vaporoso. Lo que antes buscaba contorno, ahora se volvía atmósfera. Y esa transformación visual era también simbólica: quería imaginar un cuerpo que no estuviera confinado por los límites anatómicos, sino que pudiera convertirse en paisaje, en clima, en humedad.
Me interesaba un cuerpo que se desborda, que no responde a una forma única ni fija, y que en ese movimiento puede resistir otras formas de nombrarlo. Estas obras proponen una visualidad que no nace de la lógica clínica, sino del deseo, del afecto, del recuerdo y de la intuición.

El uso del color es mucho más vibrante que en tus trabajos anteriores. ¿Qué decisiones afectivas o conceptuales te condujeron a esta paleta?
El regreso al color en mi trabajo no fue planificado, sino casi inevitable. Vino desde el cuerpo, desde una necesidad de afirmación vital. Después del duelo por mi padre y los diagnósticos médicos, sentí que necesitaba trabajar con una energía distinta. Los colores vibrantes —rojos, naranjas, ocres— empezaron a aparecer como una pulsión, como una manera de sostenerme emocionalmente, pero también como una respuesta visual a lo que estaba atravesando.
También hubo algo muy importante que vino desde mi rol docente: al enseñar teoría del color, acompañando los ejercicios de mis estudiantes, volví a experimentar el asombro por las mezclas, las transparencias, las saturaciones. El aula me devolvió el deseo de explorar el color con libertad.
Como ha mencionado Miguel A. López, hay algo de carnavalesco en esta paleta: una potencia visual que no rehúye el dolor, pero lo enfrenta desde la celebración. Me interesa representar el duelo no desde lo lúgubre, sino desde el goce, desde la vitalidad que aún persiste. Esa energía me permite pensar el color como una afirmación, una forma de seguir bailando incluso en medio de la herida.
Y es una decisión que se ha vuelto cada vez más clara en los últimos años, en un contexto de represión social y violencia sistemática del poder. Frente a los intentos de silenciar, de apagar, de controlar los cuerpos y los afectos, mi respuesta es intensificar el color, abrir espacio para el deseo, y hacer del goce una forma de resistencia.
¿Cómo concibes el erotismo en estas nuevas obras? ¿Qué relación existe entre deseo, enfermedad y agencia corporal?
En estas obras, el erotismo aparece como una forma de liberación. Durante los últimos años atravesé una serie de diagnósticos médicos que confirmaron que mi útero no puede sostener vida. Es un cuerpo que, según la medicina, es demasiado débil para gestar. Y aunque yo ya había decidido no ser madre, esta noticia trajo consigo una imposibilidad física total que transformó mi vínculo con el futuro, con la imagen de mí misma y con mi capacidad de sentir.
El diagnóstico incluyó también desórdenes hormonales que alteraron completamente mi relación con el cuerpo. Habito un cuerpo impredecible. Esa falta de control me confrontó con la necesidad de escucharme desde otro lugar, de dejar de luchar contra el cuerpo y empezar a convivir con su desborde.
Desde esa experiencia, comencé a recuperar el goce sexual femenino, uno que nace de lo que queda: del temblor, del calor, del roce. Un deseo que ha sido históricamente reprimido, sobre todo cuando no está vinculado a la reproducción.
Las imágenes que construyo no se pliegan a una mirada ginecológica ni clínica. Son cuerpos abiertos, sí, pero no para ser examinados, sino para entregarse al deseo, al movimiento, al calor. Me interesa pensar el erotismo como una potencia vital que brota incluso desde lo herido, lo enfermo, lo que no encaja. Un deseo que no está condicionado por la maternidad ni por una funcionalidad impuesta al cuerpo femenino.
El erotismo, para mí, no está separado de la enfermedad. Aparece justamente en esa fisura: cuando el cuerpo ha sido intervenido, clasificado, diagnosticado, y aun así insiste en sentir. Estas obras son una forma de recuperar la agencia desde el placer, de decir: este cuerpo sigue siendo mío, aunque lo hayan nombrado otros.

¿Cómo surgió el título Sindicato de mujeres invisibles y qué significa para ti convocar un sindicato desde el arte y lo íntimo?
El título Sindicato de mujeres invisibles nace de una mezcla entre lo personal, lo político y lo imaginado. Por un lado, la palabra “sindicato” tiene una carga muy fuerte para mí por la relación con mi padre, y surgió desde una necesidad de nombrar lo que no suele tener representación: los afectos, dolores y deseos que muchas veces vivimos en silencio.
Pensé en todas esas experiencias que no son reconocidas como trabajo, pero que implican un desgaste emocional y físico profundo —la imposibilidad de gestar, el duelo privado, el deseo no normativo, el derecho a descansar, a no cuidar, a tocar sin culpa—. Y desde ahí empecé a imaginar un sindicato ficticio, que no organizara trabajadores, sino cuerpos sensibles.
Me interesa mucho la ficción especulativa como herramienta política: pensar qué otras formas de vida y de organización podrían existir. Entonces, este “sindicato” no es solo un homenaje o una metáfora, sino un experimento, una forma de ensayar posibilidades nuevas desde lo doméstico, desde los vínculos entre mujeres, desde lo que ha sido históricamente marginado.
Ensayar un sindicato desde mi forma de narrar, pensar, sentir, es para mí un ejercicio de imaginación radical. No se trata solo de representar algo, sino de ensayar futuros posibles. ¿Qué pasa si empezamos a organizarnos desde lo que duele, desde lo que deseamos, desde lo que nos hace vulnerables?
El arte me permite hacer eso: bordar sindicatos que no existen, pero que podrían existir; inventar escenografías donde lo invisible cobra cuerpo; construir alianzas simbólicas donde hay aislamiento. Este sindicato no es una nostalgia ni una metáfora: es una herramienta de supervivencia. Y, al mismo tiempo, una celebración. Una forma de afirmar que otros modos de vivir —y de sostenernos— también son posibles.
¿Qué papel juega el trabajo doméstico y manual —como la pintura y el dibujo— en tu obra como forma de visibilización y creación?
Mi forma de pensar el mundo empieza por las manos. Pinto, dibujo, bordo, moldeo, escribo. Y para mí, escribir es también una forma de dibujar: una línea que avanza, que observa, que rodea una idea. El dibujo me permite pensar, detenerme, comprender lo que siento y lo que veo. Siempre ha sido una herramienta de observación atenta, silenciosa y profunda; una manera de registrar lo que me rodea.
Lo central en mi trabajo es narrar desde el hacer: desde el afecto, desde el gesto que sostiene, que cuida, que acaricia. Tengo una relación muy directa con el tacto, con el calor que se queda en los materiales. Trabajo con telas, barro, prendas usadas, pigmentos… todos cargados de memoria y de contacto. Me interesa esa inteligencia corporal que no pasa únicamente por la razón, sino por la intuición, por el roce, por el ritmo del cuerpo trabajando.

En la muestra dialogan dibujos-diagramas de 2019 con alfabetos corporales más recientes. ¿Qué continuidad ves entre ambos momentos?
Los dibujos de 2019 son diagramas que nacieron de una necesidad de organizar un pensamiento afectivo, de ordenar lo que sentía y darle forma a lo que iba pensando. Son parte de una búsqueda de formas para narrar, para acercarme a lo invisible.
Antes de comenzar cualquier producción, casi siempre empiezo dibujando estos esquemas. Son mapas abiertos que me permiten pensar con la mano, intuir relaciones, generar pequeñas genealogías internas: ideas, emociones, palabras, silencios. No son estructuras cerradas, sino trazos que acompañan lo que va apareciendo.
Con el tiempo, esa búsqueda se volvió más encarnada. Los dibujos recientes de alfabetos corporales ya no intentan ordenar pensamientos, sino proponer un nuevo sistema de sentido. Son cuerpos que se vuelven signos, gestos, letras que no pertenecen a ningún idioma, pero que intentan decir algo desde la silueta, el movimiento, la sombra. Es una forma de encarnar la palabra, de imaginar otro lenguaje posible desde el cuerpo.
Lo que une ambos momentos es ese impulso de narrar desde el dibujo, no como representación, sino como forma de escucha. Una manera de pensar que nace en el cuerpo y que me permite rastrear, nombrar y conectar lo que aún no tiene forma. En ambos casos, dibujar es construir una genealogía sensible.
¿Cómo imaginas que estos alfabetos corporales podrían ser leídos, compartidos o activados colectivamente?
No pienso estos alfabetos como códigos cerrados ni como sistemas fijos de interpretación. Son fragmentos, gestos, formas en tránsito que pueden leerse desde el cuerpo, desde la intuición, desde la emoción. Me interesa que quien los vea se pregunte qué está diciendo ese cuerpo, qué movimiento sugiere, qué memoria convoca. Son lenguajes abiertos que no buscan ser traducidos, sino sentidos.
Este momento de la muestra marca también una transición hacia una segunda etapa del proyecto, en la que quiero abrir estos signos hacia lo colectivo: llevarlos a talleres, espacios de conversación y escritura no normativa. Me interesa que otras mujeres y colectivos puedan activarlos, responderles, traducirlos desde sus propias historias y formas de sentir. Que puedan escribirse juntas nuevas frases, nuevos gestos, incluso un manifiesto coral que nazca desde lo que no se puede explicar, pero se intuye.
Los imagino también como herramientas pedagógicas, sensibles, especulativas. No como métodos, sino como posibilidades: maneras de nombrar lo que nos atraviesa cuando no hay palabras suficientes. Son ensayos de un lenguaje por venir, construido entre cuerpos que se escuchan, se tocan, se contradicen y se acompañan colectivamente.

Estás por iniciar una residencia en Gasworks, en Londres. ¿Qué esperas de esta experiencia y cómo se vincula con este nuevo momento en tu carrera?
La residencia en Gasworks representa un segundo momento del proyecto Sindicato de mujeres invisibles. Si en Lima trabajé desde lo íntimo y lo autobiográfico, ahora quiero expandir esas preguntas hacia lo colectivo y lo especulativo, cruzándolas con otras historias, cuerpos y geografías.
Durante esta etapa, profundizaré mi investigación en torno a las relaciones entre trabajo, feminismo y formas de resistencia encarnada, enfocándome en cómo las luchas colectivas han sido atravesadas por el género, la clase y la migración.
Trabajaré con The Feminist Library en Londres, un archivo vivo de memoria feminista. Ahí comenzaré a escribir el primer guion del manifiesto de estos sindicatos imaginarios. Una escritura que no será normativa ni solitaria, sino construida desde fragmentos, diálogos y experiencias compartidas. No será un texto cerrado, sino un cuerpo en proceso, escrito en dos idiomas —español e inglés— no como simple traducción, sino como un diálogo entre formas de decir, de recordar y de imaginar.
Me interesa el lenguaje como territorio poroso, atravesado por desplazamientos, silencios, errores, acentos y resonancias. Este momento marca también el inicio de la dimensión pedagógica del proyecto. Quiero activar el carácter colectivo del sindicato en otras geografías, llevarlo a talleres y espacios de conversación con mujeres migrantes y distintos colectivos que habitan Londres. Desde esos encuentros, espero que aparezcan nuevas voces, gestos, siluetas y sombras: formas de vida que expandan el imaginario visual que he venido construyendo.
Título: Sindicato de mujeres invisibles
Artista: Pierina Másquez Limo
Curaduría: Miguel A. López
Fechas: Del 5 de julio al 16 de agosto del 2025
Lugar: Espacio ICPNA San Miguel (Avenida La Marina 2469, Miraflores.)
Horario de atención: de martes a sábado, desde las 10:00 a. m. hasta las 7:00 p. m.
Ingreso libre




_edited.jpg)
Comentarios