Czar Gutiérrez ensaya una aproximación a la paleta punzocortante del también músico underground.
Cita, recuerda, recicla, manipula. Confronta imágenes, las recontextualiza. Incorpora efigies, retratos y dibujos dentro de otras imágenes. Toma a personajes icónicos del pasado, abstrae su esencia y, ya perfectamente instrumentalizados, procura que funcionen en el vértigo mediático contemporáneo. Lo viene haciendo desde 1991, de modo que ya era hora de juntar aquello que terminó conformando una museografía simétrica, esa donde los asuntos históricos del Perú —léase: sus traumas— afloran más allá de lo que aparentan: una fácil recomposición del anacronismo histórico.
No la es: si atendemos la obra de Marcel Velaochaga (Lima, 1969) en conjunto y en retrospectiva —cosa que acaba de ocurrir con el montaje en el ICPNA de Miraflores—, veremos que se trata de una polifonía textual cargada de relaciones dialógicas esenciales a todo nivel: estructuras sociales, cosmovisiones nacionales y personajes icónicos en composiciones híbridas que se cuestionan mutuamente —la citada, la nueva, la originalmente creada— en una suerte de hiperimágenes en pastiche.
Video documentado por Andrés Buendía Litardo (Andrew Goodmorning)
He ahí a los retratados —políticos, mártires y genocidas, por citar solo a tres arquetipos del espectro— inmersos en un juego de espejos donde el original y la reversión equilibran en los bordes de una paleta punzocortante que disecciona todo lo que encuentra a su paso: política, cultura, historia, economía y etcétera, en una serie de sub/versiones entre la idea original y la cita. Todo operando bajo la falsa bandera del equilibrio entre lo pictórico y lo icónico.
El asunto, sin duda, ha generado momentos bisagra en la historia del arte, como el informalismo tardío con la Internacional Situacionista. O lo que hicieron Fluxus, el Accionismo Vienés o el valenciano Equipo Crónica. Pero esa es la tensión donde opera Velaochaga. No se trata solo de una lectura sumida en los planteamientos de la añeja posmodernidad en la que, digamos, “todo es factible”. Las láminas escolares, la pintura histórica, el retrato ecuestre del conquistador en manos de nuestro célebre dieciochesco Daniel Hernández: todo aparece fagocitado por elementos de recontextualización en registro pop.
Esto es, hipoimágenes. Incidir sobre el emblema. Zaherirlo. Y, en el camino, no solo ir de paseo “Buscando a Pizarro” —así ha titulado su exposición— sino también rescatar figuras culturales underground como la activista independentista Petronila Aveleyra Sotelo (Tarma 1794-1857). ¿Alguien la conocía antes?
Y hablando de eso, de lo subterráneo, a casi nadie le importa que, entre 1995 y 1998, Velaochaga haya sido tecladista de Voz Propia, la banda emblema de los incipientes gótico + darkwave peruano y del ciertamente más sólido post-punk. Un dato no menor porque, en un trasvase musical, Velaochaga es el DJ que perdió la razón mientras hacía covers, mixtapes, reworks y mash ups.
Ese trasvase es clave.
Es decir, en medio de un baile enloquecido de corcheas y semifusas se pueden generar versiones extendidas que alteran los sonidos originales incorporando ritmos diferentes o con el tempo modificado, acelerándolo. O frenando el pitch. Para que la libertad en los arreglos sea un reconocimiento a su causalidad. Es decir, causa y efecto se desvanecen y el caos controlado es su divisa y marca la impronta. Eso mismo, en pintura, es mise en abyme. Abismación intrínseca que redefine la construcción-destrucción de imágenes que vehiculan la propuesta y ponen en tela de juicio el estatus.
Y cuando la cita es el modus operandi predilecto, se terminará por cuestionar la sustancia misma del género: ¿Que es la pintura? ¿Presentación, representación, distorsión o anomalía? El artista interroga su propia práctica. ¿Cómo responder a eso? Diría que la cosa es metapictórica e intericónica. Pero como no soy curador de arte me limitaré a celebrar largamente esta desestabilización ciertamente punk de los horizontes culturales del Perú.
Aplausos.
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