Después de presentar su obra en Milán y girar por Europa, Antonio García inaugura una nueva muestra en la librería Los Heraldos Negros de Barranco. Motivo para echarle una mirada integral a su obra. Escribe: Czar Gutiérrez
1: Zumo
Sostiene una hoja de achira en una mano, cortada con extrema precisión. Gotas de savia caen sobre la tela. Al contacto con el aire adquieren el rojo intenso de la sangre derramada por los dioses ancestrales. Toma entonces un recipiente de barro y, con el cuidado de un alquimista, vierte el zumo de la cipó de los cuentos, planta trepadora que crece al pie de los árboles más imponentes de la selva. El zumo blanco, casi translúcido, se convierte en un gris que evoca la neblina sobre la jungla en las primeras horas de la mañana.
Toma unas hojas de ruda brava, extrae una tinta espesa y oscura y la mezcla con la savia de maracuyá. Tonos inigualables de sombras y luces cubren la tela, como si la selva estuviera respirando en su pintura. No usa pinceles, se sirve de las ramas de shiringa, fibras finas y flexibles con las que traza líneas precisas: son las mismas fibras del bosque trenzándose en su obra. Pinceladas suaves pero poderosas como el viento que se cuela entre las hojas del sangre de grado, rojo punzante que ya es una línea de fuego sobre el lienzo.
Es el hombre enfrentándose al lienzo más grande jamás imaginado: la selva a cielo abierto. Su paleta no contiene colores manufacturados, los antiguos rituales de los pueblos indígenas alimentan su trazo, las plantas sagradas su tintura. Entonces cada trazo es una comunión con los espíritus de la floresta. En sus ojos brilla una mezcla de asombro y reverencia. Cada planta que toca le da algo más que color: su esencia.
2: Raíz
“La primera vez que llegué a la selva fue a Oxapampa el 2003, fui a ver unas cataratas y terminé fascinado con los artistas de una comunidad asháninca que pintaban sobre una tela teñida con materiales que fui descubriendo después, conviviendo con ellos en Junín, Pucallpa y Madre de Dios”, dice Antonio García (Lima, 1969), maestro pintor, locuaz incontenible, enemigo de la “civilización” y en romance perpetuo con los espacios color esmeralda.
“Fue el 2007 en Pucallpa cuando quedé absolutamente capturado con la calidad de los artesanos shipibo–conibo, ashaninkas, boras, harakmbut y yines. En cada comunidad tengo por lo menos un maestro y guía”. Luego habla con lujo de detalles sobre las ventajas que tiene pintar con barro del Marañón usando pinceles de caña. Acerca del arte de trabajar con telares de algodón natural previamente sumergidos en jugo de caoba. Del rico tornasol que se obtiene aplicando pigmentos frutales y fijadores orgánicos con técnicas rudimentarias, amables con el entorno medioambiental, respetuosas de un saber milenario, vivo, patrimonial, en peligro de extinción.
De allí extrajo una serie de piezas trabajadas con barro y pigmentos de las lagunas de la selva, que plantean un retorno a los orígenes. Dibujos y grabados de la orquídea mariposa cortados, pegados y cosidos con textiles en collage. O sus entrañables series que refieren a los ‘kenes’ de la cultura shipiba, espíritus flotantes de seres vivos y otros fenómenos de la naturaleza concebidos en trazados geométricos a mano alzada. Y como telón de fondo, el pozo inmemorial desde donde brota todo esto: los cantos de protección, sanación o prosperidad propios del bosque profundo. Los ícaros, claro.
3: Ramas
Por supuesto que García, egresado de la escuela de arte de la PUCP, es también un viajero impenitente que se ha movido entre Lima, Buenos Aires, Nueva York y. últimamente, Milán, Ginebra y París. Así que todo lo que hace, inclusive cuando está absorto en el bosque profundo, parece contaminado por la polícromía de un planeta interior que se expande. Por eso resulta interesante ver cómo en sus manos su polícromo caballete se mixtura con las tendencias más actuales del arte contemporáneo.
Sus lienzos, a primera vista, invitan a un diálogo con los paradigmas de la abstracción geométrica y el modernismo. Pero transita con maestría por el vértigo cromático que evocan las paletas de Rothko, adaptándolas para sugerir los intensos matices de la Amazonía: verdes que oscilan entre la profundidad oscura del follaje y la transparencia del musgo recién bañado por la lluvia; ocres que resuenan como el eco de la tierra húmeda bajo los pies desnudos de los originarios; y azules que se expanden como el cielo diluido entre la bruma de los ríos.
El influjo del suprematismo de Malévich se insinúa en los bloques de color y en las estructuras que, aunque minimalistas en apariencia, contienen un tejido narrativo que late con el pulso de lo orgánico. Estas formas pasan de ser elementos geométricos a símbolos totémicos, trazas abstractas de una cosmovisión condensada en la memoria colectiva. Su trazo, afinado y poético, recuerda la libertad lírica de Klee, pero en García, cada línea obedece tanto a un impulso estético como a un mandato natural, como si los ríos y raíces guiaran su pincel con la misma precisión con que moldean el paisaje.
La influencia de Sabogal, el gran patriarca del indigenismo peruano, no se halla en García como una cita explícita, sino como una raíz fecunda que nutre la totalidad de su obra. En su lenguaje abstracto reverberan los ecos de los tejidos, cerámicas y narrativas visuales de los pueblos originarios, ahora destilados en un minimalismo que dialoga con Stella, pero que nunca pierde de vista el hálito de lo humano y lo ritual.
Las superficies de García, ricas en matices y relieves, evocan las heterodoxas exploraciones de Dubuffet, pero en su obra estas texturas no son un fin en sí mismas, son una forma de dar cuerpo al alma selvática: hojas descompuestas en la humedad, cortezas rugosas, rastros de vida que se entremezclan con los signos del hombre, ese espacio liminal que gobierna su arte.
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